Transcribimos aquí
el artículo de Juan Manuel de Prada que fue publicado en su espacio dominical
(que recomendamos que lean) en la revista XLSemanal el pasado domingo, titulado
con mucho acierto
RAPACIDAD
"Enseñoread
la tierra", es el mandato divino dirigido a los hombres al principio del
Génesis. Pero el rasgo primero del señor es la magnanimidad y el cuidado
amoroso de las posesiones que le han sido confiadas; y lo que los hombres hemos
hecho con la creación no es propio de señores, sino de la chusma entregada al
saqueo. La codicia de los hombres ha infligido heridas sin cuento a la
creación; heridas que claman al cielo, demandando un castigo que tal vez ya
estemos empezando a recibir, aunque desde luego no atisbemos todavía su
magnitud. Entre las heridas más ensañadas y graves se cuenta la causada por la
llamada especulación inmobiliaria, que a simple vista parece consecuencia de
una turbia alianza entre políticos corruptos y empresarios sin escrúpulos; pero
tal alianza no habría sido posible, o simplemente se habría quedado en agua de
borrajas, si no la hubiese sostenido la rapacidad de miles, cientos de miles,
millones de personas deseosas de incrementar su patrimonio acumulando tesoros
en la tierra. En el pecado llevamos la penitencia.
Paseando
el otro día con mi mujer por las afueras de Sigüenza, uno de los lugares más
hermosos de esta España herida por la rapacidad de los hombres, nos adentramos
en un ameno bosque de pinos donde se esponjaba el alma. Cuando ya nos
disponíamos a regresar a la ciudad, vislumbramos, en lo alto de una loma, una
singular construcción que, en la distancia, tomamos por un cuartel abandonado o
un convento que se hubiese quedado desierto, con el virus de la secularización.
Decidimos alargar nuestro paseo hasta allí; nos sorprendió, de repente, una
carretera nueva, como un abrupto vómito de asfalto, que trepaba por el monte,
conduciéndonos directamente hasta la construcción de marras. Seguíamos sin
explicarnos la naturaleza de aquellas edificaciones imponentes; una desolación
funeral envolvía el lugar, que más bien parecía un pueblo en el que se hubiese
decretado la peste. En una valla descubrimos, borroneado por las lluvias, un
cartel promocional de una empresa inmobiliaria: Las Casas de la Lastra era el
nombre de aquella urbanización fantasmal, de ínfulas pudientes, en la que
apenas media docena de casas estaban habitadas. El resto, que ni siquiera
habían sido estrenadas, mostraban signos evidentes de depauperación: los
abrojos crecían en los hipotéticos jardines; el enlucido de las fachadas se
había descascarillado; y por doquier se descubría la pésima índole de los
materiales empleados: las baldosas de patios y escaleras se abombaban y
cuarteaban y dejaban crecer las malezas entre las junturas; el cemento de las paredes
se había agrietado y caído a pedazos, dejando a la intemperie muros de
ladrillos que ya empezaban a desmigajarse. Mi mujer y yo caminamos por la
urbanización fantasmal como por un cuadro de De Chirico o como por el decorado
de una pesadilla; allá donde poníamos los ojos, la muerte pregonaba su
victoria. Nos asomamos a algunas de las viviendas, que habían sido rematadas de
forma chapucera; y cuyas paredes estaban corroídas por la humedad, que extendía
su mancha como un mapamundi caprichoso y devorador. Durante casi una hora
deambulamos por aquella geografía desquiciante, azotada por el viento, hasta
que una mujer que salió de una de las escasas viviendas habitadas nos contó la
historia -pavorosa historia- del lugar, concebido como una urbanización de lujo
-pero de un lujo postizo, como delataba la pésima índole de los materiales
empleados-, cuyos constructores habían tomado las de Villadiego, afectados por
una quiebra, antes de que concluyeron las obras. La mujer nos contó que habían
sido proyectadas piscinas, pistas de pádel y otras atracciones pijas que nunca
habían llegado a construirse; pero se esforzaba en cantar las loas del lugar,
tal vez para espantar la tentación de cortarse las venas. Porque el lugar, que
se había pretendido paradisiaco, era en verdad hórrido, un no-lugar devorado
por la nada.
Imaginé
los chanchullos innombrables que se habrían tramado para erigir aquella
urbanización fantasmal que injuriaba de modo tan estragador y presuntuoso la
belleza del paisaje. Cuando mi mujer y yo volvíamos a Sigüenza, con el alma en
los zancajos, por la carretera como un abrupto vómito de asfalto, atisbamos
entre la espesura un ciervo que nos miraba con abrumada, absorta,
irremisible pena: en aquella tristeza cerval se condensaba la tristeza de una
creación esquilmada por la rapacidad de los hombres. Somos chusma, una puta
chusma entregada al saqueo; y no nos vamos a ir de rositas, como hay Dios que
no nos vamos a ir de rositas.
Una vez más, De Prada pone las cosas en su sitio. Le felicitamos por ello esperando el próximo artículo que seguro nos volverá a sorprender gratamente.
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