El sacrílego asalto de la capilla de Somosaguas ha dado lugar a una insulsa condena por parte del rectorado de la UCM. Quizás con la pretensión de exculparse ante la Comunidad de Madrid, que ha solicitado la dimisión del Rector Berzosa, ese rectorado ha añadido que “no hay antecedentes de hechos similares a los ocurridos el pasado jueves", como si se hubiera visto tan sorprendido por el repugnante hecho como por una catástrofe natural.
Nada más falso. Desde hace mucho tiempo la religión católica y sus capillas sufren un hostigamiento constante por parte de unas asociaciones supuestamente estudiantiles, que sufraga la Universidad. Sus ataques han sido tolerados, sin apenas reacción, por las autoridades académicas. Enormes carteles amenazantes o pequeños pasquines vejatorios permanecen, día tras día, en las paredes de las facultades y sólo son eliminados por la insistencia de algunos profesores, cuando las blasfemias son demasiado sangrantes.
Baste un ejemplo para hacerse una idea del ambiente. El mismo día 18, casi al mismo tiempo que se celebraba la misa “reparadora” en Somosaguas, las asociaciones UHP y Luna Nueva asaltaron la capilla de la Facultad de Historia, empapelaban el crucifijo y colocaban un inmenso cartel injuriante que tapaba toda la entrada. Ese mismo día -ignoro el orden de los acontecimientos- un grupo de personas debió quitar algún cartel contra las capillas y se produjo un altercado con los miembros de las citadas organizaciones que trataron de impedirlo. Sólo entonces, el Decanato, que hasta el momento no había movido ficha, estampó su firma en un bando, donde prometía expedientar a quienes ejercieran una violencia verbal o física ajena al intercambio de ideas propio de la universidad. Podría pensarse que con ello se pretendía mantener el respeto hacia los católicos. No parece que sea así: los carteles ofensivos, donde se decía “capilla fuera”, “si no la cierran la cerramos”, “católicos fanáticos”, y otras lindezas de elevado tono intelectual, han seguido ahí, día tras día. Y ante la cacerolada del 22 contra la capilla, el Decanato permaneció impasible, como si se tratara de un acto estrictamente académico. Que se sepa, ni el Decanato ni el Rectorado han expedientado a los autores de lo de Somosaguas y de lo de Historia, pero les cede sus mejores locales en San Bernardo para que prosigan su campaña.
Inmensa es, pues, la responsabilidad de las autoridades académicas en el irrespirable ambiente que todo esto ha creado en la UCM. Desde luego, por omisión, pero probablemente por algo más. No se ha de olvidar que el actual Rector Berzosa es, él mismo, adalid del laicismo extremo y que los actos de hostilidad han crecido exponencialmente desde que “rige” la universidad.
Entretanto, los jerarcas eclesiásticos andan desasosegados, sin saber a quién acudir. Encastillados en su turbio discurso sobre la libertad religiosa y la laicidad positiva, de la “Transición” a esta parte han desautorizado sistemáticamente a todo grupo político que haya querido llamarse católico. Naturalmente, ahora sólo reciben esporádicos apoyos de individuos aislados. A poco sentido común que les quede, deberían “repensar su actitud” ante la muy probable generalización de la ofensiva anticlerical. Aunque lo dudo, porque quizás no se trate de una actitud, sino de una doctrina. De una doctrina ajena a la multisecular enseñanza de la Iglesia.
En todo caso, estos acontecimientos, en que respetables instituciones permiten impunemente que se conculquen acuerdos formales y vigentes con otras instituciones, todavía más respetables, no hacen sino poner de manifiesto que, a la postre, este sistema sólo se rige por la fuerza.
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